El dichoso viejo florero

Fuera de un viejo bar en un viejo pueblo de una vieja tierra, un venerable viejo contempla el viejo atardecer. Sus ojos cansados, sus huesos ya frágiles, sus blancos cabellos y sus movimientos pausados nos susurran la intensidad con la que ha existido. No hay nada de particular en un viejo de un viejo pueblo fuera de un viejo bar. Si un hombre moderno tuviese que describirlo, diría: «inútil». Inútil, como un viejo y agrietado florero en una habitación polvorienta de una casa deshabitada. Y nuestro viejo estaría de acuerdo con ello.

Un florero es básicamente cualquier cacharro en el que se pueda poner una flor. A ciertas personas, con un pensamiento más bien pragmático, esta clase de objetos les resulta sumamente inútil. De hecho, hasta existe la expresión popular ser un hombre/mujer florero. Por ende, muchos dirían que el de la barba blanca es un viejo florero o un florero viejo. Es inútil, simplemente existe. Pues sí. Nuestro viejo florero estaría completamente de acuerdo.

Es uno de esos viejos simples. No fue a la escuela ni tuvo vacaciones. Todos los días el sol lo encontraba trabajando y el viento se compadecía de él corriendo fresco a su lado. Cuando tenía quince años murió su padre, y desde entonces se dio cuenta de que era un inútil. Pero el lector no me malinterprete. Nuestro viejo es dueño de una empresa agrícola bastante exitosa. No, no la ha heredado, la ha construido. Conforme avanzaba en su camino vital se daba cuenta cada vez más de que era un verdadero inútil.

Hubo dos momentos en su vida en los que se sintió tremendamente inútil. El primero, el día de su boda. Cuando su joven esposa se deslizaba por la alfombra roja, sentía que su corazón iba a estallar ahí mismo. Cuando la niebla del velo se disipó y pudo ver sus ojos, esos ojos que le fascinaban y le devolvían a la vida, lo tuvo claro: era un inútil. El segundo, cuando, después de una noche en vela, teniendo como únicos compañeros la incertidumbre y el nerviosismo, pudo entrar en la habitación y sostener a su hijo en brazos. Ese momento fue el más feliz de su vida. Los ojillos del pequeño gran milagro le hincharon el alma de ese gozo que solo se experimenta cuando contemplas algo más grande que ti mismo y que es capaz de revelarte la verdad sobre ti mismo. Su pequeño le dio dos regalos invaluables en ese momento: una sonrisa inolvidable y la certeza de que en la vida todos estamos llamados a ser inútiles.

El rostro del viejo se deforma por una profunda sonrisa de satisfacción. Sí, él sabía que la felicidad y la dicha estaban en ser como un florero. Un florero que aparentemente es inútil. A veces me pregunto cuál es el punto de comprar un florero meticulosamente adornado o finamente modelado. No acabo de entender cómo es que a alguien le pueda interesar comprar carísimos floreros de porcelana china o de cristal de Bohemia. El sentido del florero es contener flores. Puedes tener el florero más valioso del mundo, pero si dentro no tiene flores dejará de tener sentido. Pues un florero podrá ser inútil, pero siempre tiene sentido tener un florero cuando se tiene flores.

Digo que el florero es inútil, pero tiene sentido. Ese sentido le viene de las flores, de algo externo a él. Digamos que el florero no existe para sí mismo sino para las flores. En el momento en el que un florero exista para sí mismo, dejará de ser un florero para convertirse en otra cosa. ¡Qué triste sería la vida sin los floreros! Nuestros hogares se verían privados del alegre color de las flores.

El viejo se levanta para alejarse del viejo bar. Se había dado cuenta de que el punto de la vida no estaba en ser útil, en servir para algo sino en servir a alguien. Útil es algo que se puede usar y cumple una función, pero el ser humano no está para ser usado. Ahí estaba el secreto. Entendía que los seres humanos nos somos máquinas de producción, de consumo o de manipulación. Entendía que el hombre se hacía esclavo cuando servía para o a algo. Entendía que la satisfacción está en servir a las personas, sobre todo si se las ama de verdad. Así como el sentido del florero está en algo que no es él, así el sentido del hombre estaba en las personas que le rodeaban. Así como el florero está para conservar vivas las flores, así el ser humano está para conservar y mejorar las vidas de los que le rodean.

El viejo atraviesa la vieja plaza y entra en un viejo edificio. Al entrar en una sala de la parte superior ve el florero que está en el centro de la mesa alargada. Sonríe complacido. Se trata de un viejo florero, pero de su interior emerge un ramo de delicadas flores. No importa mucho cómo sea el florero si tiene flores bellas. Al final, las apariencias dan igual si se ha regalado al mundo un ramo que lo haya hecho un poco mejor. El viejo se sienta. Lo rodean numerosos personajes respetables y todos estallan en jubilosos aplausos cuando firma el documento que estaba sobre la mesa.

El viejo vuelve a las calles del viejo pueblo lleno de satisfacción. A lo largo de su vida, por encima de todo, procuró servir a su familia, a su mujer y a sus hijos. Ahora, tenía que compartir su dicha con todos. Su última voluntad era que en el nuevo hospital que se iba a construir hubiera en cada habitación un florero con flores frescas, para recordar a todas aquellas personas de aquel viejo pueblo, que estamos llamados a ser floreros. Viejos o nuevos, pero al fin y al cabo floreros.

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