Hace un par de años, una amiga y yo dábamos un paseo. No recuerdo bien cómo es que salió el tema, pero le iba a hacer un regalo con ocasión de alguna fecha especial. Ella no pudo esconder del todo una sonrisilla pícara y un ligero colorete en el rostro. Pero al final me dijo:
Blanca: No quiero que me regales nada. No hace falta.
Yo: Hombre, claro que no hace falta. Por eso es un regalo.
He tenido esta discusión varias veces en los últimos años. Normalmente la tengo con una chica. No voy a entrar a discutir si es algo femenino o no (que no lo creo). Tampoco quiero juzgar a mi amiga por su actitud, que podría ser tan perversa como inocente. Digo inocente porque puede nacer de una cierta humildad (no merezco un gran regalo), sin embargo, si se persiste en ello podría tratarse de una humildad raquítica, inerte y perversa. Y digo perversa, porque destaparía una falta de comprensión de uno de los aspectos más grandes y maravillosos de la vida.
Que se ponga de pie aquél que merece un sueldo después de haber trabajado sus horas correspondientes. Evidentemente, todos nos pondríamos de pie. Bien, el dinero que recibimos en nuestra cuenta ¿Es un regalo? No. Por supuesto que no. ¿Por qué estamos seguros de ello? Porque es algo que se nos debe. Es algo que se nos da por justicia. Nos corresponde.
Perverso es pensar que todo en esta vida se tiene que ganar y que por lo tanto lo recibiremos cuando nos lo merezcamos. Perverso es pensar que esta vida va de ser justos. Eso es un pensamiento muy perverso. Pensadlo por un momento. ¿Nos hace feliz cuando nos dan algo que nos merecemos? Supongo que todos asentirán. ¿Nos hace más feliz aún cuando nos dan algo que no merecemos? Lo lógico es que todo el mundo diga que sí, pero aquí ya hay algún disidente. Y eso es lo perverso. Lo perverso es no ser capaz de aceptar algo gratuito, inmerecido e inesperado. Características que definen perfectamente al amor y se oponen a la justicia (que podríamos definirla como dar a cada uno lo que le corresponde). Esta vida a veces va de ser justos, pero siempre va de ser capaces de recibir aquello que es inesperado, gratuito e inmerecido. Al final un regalo pretende ser algo con esas características. Perverso es aquello que nos hace no ser capaces de aceptar un regalo.
Yo: Los regalos se dan a quien uno quiere cuando uno quiere.
Blanca: Ya… pero no quiero que gastes tu dinero en mí…
Yo: Pero si lo de menos es gastar el dinero en alguien.
Aquí está la otra cara de los regalos. A veces nos preocupamos por gastar grandes sumas de dinero, creyendo que así demostraremos más amor, más cariño, más cercanía. Error. ¿Por qué solemos regalar cosas? Por que es lo más fácil de regalar. Es algo externo a nosotros que adquirimos en una tienda y luego lo damos. Digamos que es lo mínimo que podemos hacer para demostrar un ligero interés en otra persona. Al fin y al cabo, lo único que se ve afectado es nuestro bolsillo. Pero sigue siendo una cosa que al segundo siguiente puede caerse y estropearse. Es verdad que a las simples cosas las dotamos de significado, haciéndolas valer más de lo que valen. Pero las mejores cosas para regalar no son cosas.
Blanca: ¿Cómo?
Yo: El dinero va y viene. Un día eres rico y al día siguiente no tienes donde caerte muerto. Lo importante es gastar ese dinero en quien vale la pena.
Es verdad que el dinero es una cosa, pero nos puede abrir camino para poder hacer un mejor regalo ¿Cuál es un mejor regalo: gastar 50€ en un perfume, en un bolso o en unos pendientes; o invitar a tu madre a cenar con esos 50€? En ambos casos usas el dinero. Pero ¿En cuál te das a ti mismo? ¿En cuál das tu tiempo, tu sonrisa, tu mirada, tu atención? Al final, el dinero puede ser un medio para hacer un regalo de verdad. Un regalo en el que vayas tú incluido. Un regalo que seas tú. Sé por experiencia que dar un verdadero regalo no es fácil. Sé por experiencia que hay que poner en juego la propia identidad, el propio ser, y eso, a veces, no es muy cómodo. Por eso regalamos cosas, porque es lo más fácil.
Al final a Blanca le regalé una taza. Le encantó. Pero antes de darle la taza, la invité a merendar en su cafetería favorita. Lo gracioso fue que dos años después esa taza se rompió, pero, a día de hoy, de vez en cuando seguimos riéndonos y recordando la merienda de aquella tarde. Porque no hizo falta, pero nos hizo felices.